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El rostro de María Magdalena: del dolor de la ausencia a la alegría de la vida

La pena que sintieron los apóstoles tras la muerte de Jesús es reconfortada con su resurrección. El agustino recoleto Andrés Zambrano llama en este artículo a descubrir la resurrección de Dios a nuestro lado, en la vida cotidiana

El cuarto evangelio rescata la auténtica imagen y dignidad de María Magdalena, quien pertenece al pequeño grupo de los discípulos del Señor. Juan deja claro que no se trata de ninguna prostituta, tampoco una mujer de dudoso proceder de la cual se han arrojado siete demonios. La Magdalena es una joven que un día encontró y escuchó a Jesús de Nazaret, lo siguió, creyó y permaneció con Él.

Luego de la muerte de Jesús sigue un periodo difícil para sus seguidores; de un momento a otro el miedo se apodero de ellos, un temor paralizante que eclipsó su fe y los hundió en una peligrosa mezcla de sentimientos cruzados: ansiedad, desánimo y vaciedad. La mayoría desaparecieron de escena buscando refugio por temor al sanedrín. Jesús fue juzgado y condenado a muerte en tiempo récord, con la pena de “crimen maiestatis”; la máxima traición al estado romano. Bajo esta sentencia el reo era crucificado y su cuerpo no se entregaba a los parientes; sin embargo, gracias a los buenos oficios de José de Arimatea y a las influencias de Nicodemo, el cuerpo fue entregado y sepultado con premura, apenas con los preparativos iniciales. Las mujeres no pudieron proclamar los cánticos y lamentos de duelo, no hubo un digno funeral judío. En este contexto, María la fiel seguidora del Señor que profesaba por él admiración y afecto sincero ve incrementado su dolor, a pesar de ello no se resigna, la adhesión tan profunda a Jesús la empuja a ir hasta el sepulcro a un encuentro con la muerte; su mente confusa ha olvidado el anuncio de la Resurrección y de la vida eterna que el Maestro hizo a los suyos,  esto se confirma con la expresión: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. En medio del llanto, de un momento a otro se gira, deja de contemplar el sepulcro y ve a Jesús, pero no fue capaz de reconocerlo y lo confunde con el hortelano. El dolor de la muerte no le permite encontrarse aún con la vida.

La voz del Resucitado

La búsqueda llega a su fin cuando escucha la voz de Jesucristo pronunciando su nombre: “María”. La fuerza transformadora de la Palabra del Resucitado la saca de la oscuridad del desconocimiento y aflicción; ahora es capaz de percibir a quien tantas veces llamo con el entrañable y familiar título de “Rabbuni”: “mi querido Señor”. El amor y la fidelidad del seguimiento son importantes, pero no fueron suficientes para reconocer al Señor Resucitado, era necesario que Él mismo se revelara como un Don gratuito a la perseverancia.

Aún falta una etapa: descubrir al Resucitado Glorificado

María, aunque reconoce a Jesús vivo y presente, en el fondo no ha captado la dimensión trascendente de la nueva realidad. La orden de Jesús: “no me toques” indica que su forma de ser en el mundo es diferente y que debe ir al Padre para ser glorificado, a partir de allí las relaciones con sus seguidores serán totalmente nuevas. Sólo con su partida y regreso los discípulos formarán una nueva comunidad de hermanos con un mismo Padre. María deja de ser una discípula y se convierte en “apóstol”; es decir, aquellos que no sólo reciben y transmiten un mensaje, sino que con su vida y testimonio hacen presente al que les envía. En efecto ella reúne todas las características del discipulado; por cuanto ha completado un itinerario en el proceso del “creer” partiendo de la confianza y adhesión a su “Maestro” como seguidora, hasta llegar a creer y confesar a Jesús Resucitado y enaltecido por el Padre.

He visto al Señor

María debe “ir” hacia los otros discípulos y comunicar su experiencia; es la primera apóstol y la primera en anunciar a la comunidad que, el Señor crucificado es también el Resucitado. La pasión y la muerte eran parte del proyecto redentor de Jesús; pero fueron superadas y ahora es el tiempo de la nueva vida en Cristo. Ojalá que en esta pascua también nosotros podamos proclamar con firmeza y decisión: soy testigo de la presencia permanente del Señor Jesucristo vivo y actuante en el mundo. No es tiempo de llanto, ni de angustia, ni de vivir bajo las ataduras de los miedos y sinsabores de pasado; es hora de recuperar la capacidad de asombro y descubrir la discreta presencia de Dios a nuestro lado.

Por Andrés Zambrano, agustino recoleto