Una palabra amiga

Cálculos complicados

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 25 de agosto

El evangelio que acabamos de leer y escuchar comienza con una pregunta que alguien le hace a Jesús. No es muy importante quién hace la pregunta, sino la pregunta misma, que nos puede resultar desconcertante: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? La pregunta es desconcertante, pues nosotros hoy tendemos a pensar no solo que son muchos los que se salvan, sino que son todos o casi todos los que se salvan. El infierno está vacío, dicen algunos. Nos resulta inconcebible que un Dios misericordioso pueda tolerar el fracaso y la frustración eterna de ningún humano. Esa manera de pensar se debe a que concebimos la condenación eterna como una sentencia divina que puede ser incluso arbitraria, si es que Dios también decide quién se salva y quién no. Pero si pensamos las cosas de otro modo, podemos ver y comprender que la condenación no es una decisión arbitraria de Dios, sino una opción nuestra. Dios no nos salva a pesar nuestro. San Agustín dijo alguna vez: “Dios que te creó sin ti, sin tu consentimiento, no te salvará sin ti, sin tu consentimiento”. Nos podemos imaginar nuestra situación como la del hombre que se ahoga en el mar, le tiran una cuerda, un lazo para que se agarre y poder jalarlo a salvo, y rehúsa asirse del lazo que le tiraron. El evangelista san Juan lo dice más claramente. La condenación no ocurre porque no haya luz, sino porque habiendo brillado la luz, los hombres prefirieron permanecer en las tinieblas de la increencia y del mal que acoger la luz de Cristo (cf. Jn 3, 18-21). Es decir, la pregunta inicial sobre si son pocos o muchos los que se salvan nos confronta con la afirmación bíblica que el fracaso de la propia vida ante Dios es una posibilidad real, y no para unos pocos, sino incluso para muchos.

Jesús no responde a la pregunta, sino que exhorta a tomar las medidas para asegurar la propia salvación: Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán. La puerta de la que habla Jesús es la puerta de la salvación. Jesús dice que es estrecha, angosta, no porque Dios quiera limitar el ingreso, sino porque el ingreso requiere idoneidad, capacitación. Y esa idoneidad se alcanza en primer lugar por la opción de creer en Jesús y su Evangelio y en segundo lugar por el propósito de vivir de acuerdo con la voluntad de Dios siempre. Como muchas cosas nos seducen para distraernos de Dios y el mal se infiltra en nuestras decisiones para causar destrucción, el camino de la salvación exige disciplina, esfuerzo, claridad de objetivos. La salvación no es un premio barato que se reparte a todos para que nadie se vaya triste de la feria de esta vida. La salvación es el logro de una vida acabada en claridad y santidad. Dios mismo nos tiende la mano con su favor, nos sostiene con su gracia, nos alienta con su Espíritu. La salvación, por eso, no es un logro olímpico, fruto del esfuerzo y el tesón puramente humano. Por el contrario, Dios sostiene nuestra libertad si nos dejamos acoger por su amor y nos alienta desde dentro a hacer el bien si nos dejamos atraer por su gracia.

Quizá ese alguien que le hizo la pregunta a Jesús de si serían pocos los que se salvaban tenía la esperanza y quizá la pretensión de contarse él mismo en el selecto grupo de los salvados. Pero Jesús le hace ver que debe cuidarse y prestar atención no sea que se vea al final excluido por creerse con derecho a la salvación. Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar a la puerta. Pero él les responderá: ‘No sé quiénes son ustedes.’ Por eso, para desenmascarar la pretensión de quien quizá se cree con derecho a alcanzar la salvación, Jesús destaca una perspectiva particular. Alcanzar la salvación requiere adquirir la idoneidad necesaria, es una gracia que se recibe, no un derecho que se reclama. Por eso los salvados vendrán de donde menos lo esperamos. Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios. Pues los que ahora son los últimos serán los primeros; y los que ahora son los primeros serán los últimos.

Cuando Jesús pronunció esa frase, quiso desenmascarar la pretensión de los judíos de ser el pueblo con derecho a la salvación por ser el pueblo amado y elegido por Dios. Pero la salvación, dice Jesús, no es asunto de pertenencia étnica o de herencia histórica, sino de decisión para acoger la fe y la gracia que Dios ofrece. Por eso Jesús vislumbra que muchos hombres y mujeres provenientes de los pueblos del mundo alcanzarán la salvación, porque creyeron y se convirtieron y acogieron la gracia de Dios para vivir en la luz y la santidad, cuando a ellos llegó el Evangelio. Estas palabras de Jesús se hacen eco de lo que ya había dicho el profeta Isaías. El profeta termina su libro con esa visión a futuro, cuando Dios, a través de sus mensajeros, congrega fieles de todas las naciones, para que lo reconozcan y lo adoren, para que obedezcan sus mandamientos y lo sirvan.

Todavía hoy hay muchos que no conocen a Jesús ni a su Evangelio, o lo conocen mal. Porque la salvación nos viene a través de Jesús, es nuestra tarea darlo a conocer a quienes todavía no lo conocen. Las personas de todo el mundo y de todos los tiempos se plantean dos preguntas. ¿Cuál es el valor de la vida, si acaba con la muerte y no sabemos qué hay después? Y la otra, ¿qué posibilidad hay de redimir el futuro de mi vida, cuando descubro que con mis decisiones he estado implicado en el mal y la destrucción? ¿Puedo comenzar de nuevo? Porque esas preguntas son propias de todo ser humano que piense un poco, todas las personas del mundo tienen una apertura y receptividad para un mensaje que les dé respuesta. Y porque Jesús responde a esas preguntas con su muerte para el perdón de los pecados y con su resurrección para estrenar un nuevo modo de vida humana después de la muerte, su persona y su mensaje son anuncio de salvación para todo el mundo.

Animémonos, pues, unos a otros, para perseverar en el camino de la salvación que ya hemos conocido. Tengamos también la disponibilidad de dar a conocer a Jesús a quienes todavía esperan el anuncio de la salvación. La salvación no es para grupos selectos y preestablecidos, sino para todo el que esté dispuesto a creer en Jesús y su evangelio.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)