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Pedir por la salud

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 13 de octubre.

Evangelio según san Mateo (19,3-12)

Los relatos de los milagros de curación que Jesús realizó algunas veces terminan con una palabra suya con la que alaba la fe del que se benefició del milagro. Da la impresión de que la curación se debió a la fe del enfermo curado. Por ejemplo, en el relato de hoy, el samaritano curado, que regresó a donde estaba Jesús para agradecerle la salud, recibió de Jesús la palabra alentadora: Levántate y vete. Tu fe te ha salvado. En este evangelio según san Lucas, encontramos estos episodios, en los que Jesús alaba la fe de alguien que curó. En cierta ocasión, un oficial romano se acercó a Jesús para que le curara a un criado que tenía enfermo. Cuando Jesús propuso ir en persona, el oficial dijo que bastaba que dijera una palabra a distancia. Jesús alabó la fe del oficial diciendo: Les digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande. En otra ocasión, cuando una mujer pecadora se acercó para ungir los pies de Jesús con perfume, mientras él comía en casa de un fariseo que lo había invitado, el Señor alabó el amor y la fe de la mujer. Le dijo que sus pecados le quedaban perdonados y añadió: Tu fe te ha salvado, vete en paz. A la mujer que padecía hemorragias y tocó furtivamente el manto de Jesús creyendo que así se curaría, Jesús le confirmó la curación con la declaración: Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz. Finalmente, al ciego que estaba sentado en el camino cerca de Jericó, que suplicó a Jesús poder recuperar la vista, Jesús le aseguró: Recupérala; tu fe te ha salvado. Por el contrario, a los apóstoles que caen presa del pánico en medio de una tempestad en el mar, Jesús les reprocha: ¿Dónde quedó su fe? Y cuando no pueden curar a un niño epiléptico, Jesús en plan de reproche exclama: ¡Generación incrédula [sin fe] y perversa!

Estas expresiones de Jesús plantean grandes preguntas. ¿Qué es esa fe que logra que Jesús beneficie a algunas personas con la curación deseada? ¿También obtendríamos nosotros hoy la curación de nuestras propias enfermedades, si tuviéramos fe como esas personas que Jesús curó? ¿Será que, si no nos curamos, no tenemos fe suficiente? ¿De-pende realmente la curación de la fe del enfermo o del poder misericordioso de Jesús? ¿Curó Jesús a todos los que le pidieron salud o solo nos contaron las historias de aquellos que Jesús sí curó? Uno encuentra con frecuencia personas que dicen que han perdido la fe, porque pidieron y pidieron con insistencia por la salud de tal pariente, pero nunca se curó, sino que se murió. ¿Tuvo poca fe esa persona que no obtuvo la curación deseada, como los apóstoles incrédulos que no pudieron curar al epiléptico? Ciertamente, todavía hoy, hay personas, incluso muchas personas, que dan testimonio de haberse curado inexplicablemente cuando visitaron tal santuario o cuando hicieron tal o cual oración. ¿Se curaron porque tuvieron fe o porque Dios las agració con esa curación corporal? ¿Por qué a unas sí y a otras no? Uno podría seguir amontonando preguntas. Intentaré dar algunas respuestas desde la fe.

En primer lugar, la fe se entiende normalmente como el acto por el cual nos acogemos a la obra salvadora de Dios, revelada en Cristo y anunciada y transmitida en la Iglesia, para alcanzar así el perdón de los pecados y la vida eterna. No nos hacemos creyentes en la Iglesia para curarnos de enfermedades corporales, sino para curarnos de las enfermedades espirituales como son la vida sin Dios ni esperanza, el pecado y la misma muerte corporal. Si hay una enfermedad corporal que la fe cura infaliblemente, esa es la muerte. Pero la fe en Cristo no nos cura de la enfermedad de la muerte corporal evitando que nos muramos, sino abriéndonos la puerta a la vida eterna a través de la misma muerte corporal. La fe en Cristo transforma la muerte de final trágico en puerta de esperanza.

Es interesante observar que cuando Jesús alaba la fe de quienes se beneficiaron de su poder sanador, no les dice, “tu fe te curó”, sino “tu fe te salvó”. Parece dar a entender que la curación de la enfermedad corporal es solo un signo visible de otra curación más integral, que abarca todo nuestro ser, y es la salvación de la muerte. Seguramente todos esos enfermos que Jesús curó volvieron a enfermar y finalmente murieron. ¿No sería mu-cho mejor que aquella curación pasajera hubiera sido promesa de la salvación de la muerte?

Así llegamos a un punto que requiere nuestra reflexión serena. Todos tenemos que morir algún día. Toda enfermedad, sobre todo las más graves y de rara curación, es un presagio de nuestra muerte inevitable. Pero tenemos una especie de expectativa vital. An-tes de cierta edad, antes de los 80, por poner un número, pensamos que todavía no nos toca morir. Entonces deseamos ardientemente que Dios nos conceda un tramo más de vida, lo que está bien. Después de los 90, o incluso de los 80, ya nos parece que se cumplió nuestro plazo y que en cualquier momento nos podemos morir, y aunque rezamos por la salud, estamos más resignados a morir. ¿No será que cuando, en la enfermedad, oramos por la salud debemos añadir el adjetivo “eterna”? “En esta enfermedad que presagia la muerte dame, Señor, la salud temporal, pero sobre todo la salud eterna.” ¿No será que nuestra oración por la salud corporal debe incluir también una dosis de aceptación de nuestra finitud mortal? Está bien pedir a Dios la salud temporal. Es una gracia y una gran alegría, cuando Dios nos concede, con la curación, un tramo más de vida temporal. Pero nuestra oración debe contener un acento de humildad: “Señor sáname en el cuerpo ahora, si es tu voluntad; pero sáname siempre en cuerpo y alma de la muerte eterna”. ¿No sería esta la oración de la fe que el Señor siempre responde positivamente? ¿No es esa la única salud a la que aspiramos desde nuestra fe? ¿No es la vida siempre un regalo que hay que agradecer?

En el relato evangélico, diez leprosos le piden a Jesús compasión. No piden directamente la salud; aunque quizá eso esté implícito. Jesús los envía a presentarse a los sacerdotes, pues la lepra era una “impureza religiosa” cuya sanación debía ser dictaminada por la autoridad sagrada. De camino se curaron. Pero solo uno conectó en su mente la curación con la palabra de Jesús y regresó alabando a Dios para darle gracias. Jesús alabó la fe de este hombre, que además era samaritano. Su gratitud expresa no solo el agradecimiento por la sanación adquirida, sino por la vida, que es siempre un regalo inmerecido.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)