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Reconocer a Jesús

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 26 de abril.

Hoy es el tercer domingo de pascua. Todos los años la Iglesia nos propone para este domingo uno de los relatos largos de las apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos que se encuentran en los evangelios. Acabamos de escuchar la magnífica historia del encuentro de Jesús con dos discípulos en el camino de Emaús, propio del evangelista san Lucas. Para acompañar esa lectura, también hemos escuchado una parte del discurso de san Pedro el día de Pentecostés. En el libro de los Hechos de los apóstoles, ese es el primer anuncio de la resurrección de parte de los apóstoles por boca de san Pedro al pueblo reunido de Jerusalén. En la segunda lectura, de la Primera carta de san Pedro, el apóstol exhorta a sus lectores a que se mantengan en un estilo de vida santo, pues han sido rescatados a precio de la sangre de Cristo. Nos exhorta a que la fe sea también esperanza en Dios.

Saquemos primero algunas enseñanzas del relato evangélico. El relato se desarrolla en un camino de ida y vuelta. Al principio dos discípulos de Jesús caminan hacia un lugar llamado Emaús. Van conversando llenos de tristeza acerca de los sucesos que han vivido en los últimos días, a saber, la muerte de Jesús en la cruz y la desilusión que eso ha traído a sus vidas. De improviso, Jesús, a quien no reconocen, se les acerca y se une a la conversación y transforma con sus explicaciones la desilusión en esperanza, la frustración en alegría. El desconocido les explica todo lo que le ha ocurrido a Jesús a la luz de la Palabra de Dios, de modo que todo adquiera sentido desde el plan de Dios. Al llegar a su destino, los dos discípulos invitan al desconocido a quedarse a cenar con ellos. El desconocido, aunque es invitado asume el papel de anfitrión en la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y de lo dio. Las palabras evocan las acciones de Jesús en la última cena; son las palabras con las que en la iglesia se hace memoria de la última cena de Jesús. Es el momento cumbre del relato de san Lucas. Los discípulos reconocen que quien está con ellos es Jesús, pero en ese momento dejan de verlo. Corroboran la convicción de que es Jesús recordando el ardor gozoso que sintieron en su interior mientras, en el camino, el desconocido les explicaba lo que le había sucedido a Jesús a la luz de la Escritura.

En ese preciso momento, regresan a Jerusalén. El evangelista no nos cuenta lo que pasó en ese camino de vuelta. Por eso suponemos que caminaban de prisa, casi corriendo para llegar cuanto antes; suponemos que casi no hablaron entre sí para ganar tiempo; suponemos que les desbordaba de alegría el corazón, porque habían recobrado la fe y el amor; suponemos que el camino se les hizo corto, porque eran mensajeros de esperanza.

Estos dos discípulos pertenecían al círculo más amplio de seguidores de Jesús, no al grupo de los Doce que con la muerte de Judas se había vuelto el de los Once. Cuando los dos llegan con los Once, sucede algo que debemos destacar. Antes de que cuenten lo que les ha pasado en el camino, escuchan el testimonio de lo que los Once han llegado a conocer: De veras ha resucitado el Señor y se le ha aparecido a Simón. Solo entonces los dos discípulos cuentan lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. A la luz de la fe de los apóstoles se integra la experiencia de los discípulos; a la luz del testimonio de Pedro se congrega la comunidad de los seguidores de Jesús.

Pero observemos algunos otros detalles. Aunque el desconocido con sus explicaciones por el camino hace que les arda el corazón, ese ardor no conduce a los discípulos al reconocimiento. Solo el gesto del desconocido que toma el pan, lo bendice, lo parte y lo da les permite reconocer a Jesús y el recuerdo del ardor que sentían por el camino es la confirmación de la verdad del reconocimiento. No solo la palabra, sino también la participación en la acción consolida la fe. Por eso decimos que el culto católico no consiste solo en escuchar la Palabra de Dios y sus explicaciones, sino que implica también la participación en el sacramento. Cuando los dos discípulos dan testimonio ante los Once de lo que les ha ocurrido, declaran explícitamente cómo lo habían reconocido al partir el pan.

También debemos destacar cómo en el momento del reconocimiento dejan de verlo. En realidad, los dos discípulos nunca vieron a Jesús. Cuando conversaban con el desconocido que veían, no lo reconocieron como Jesús. Cuando lo reconocieron al partir el pan, ya no lo vieron más con los ojos de la cara, sino con los de la fe. Pero el ardor que sintieron en el corazón al comprender la Palabra los preparó para hacer el reconocimiento de la fe durante la fracción del pan. Creo que se puede decir que este relato es un testimonio del tiempo de los orígenes de la fe de la Iglesia de la presencia real de Jesús en la eucaristía. No lo vemos, pero sabemos que está. Él parte el pan; él es el pan de vida.

El cambio de vida que experimentan los discípulos entre el camino de ida y el de vuelta en el relato del evangelio es el que explica san Pedro con la imagen del rescate de los esclavos. Llegar a la fe supone cambiar la forma de vida. La mayor parte de los católicos hemos sido bautizados desde niños y hemos sido educados en la fe. No tenemos la experiencia de vivir sin Dios en el mundo. Pero hay algunos, que, aunque fueron bautiza-dos desde niños, no fueron educados para vivir como discípulos de Jesús y crecieron sin Dios ni ley que guiara su libertad. Hoy también es cada vez más frecuente encontrar a personas adultas que nunca recibieron el bautismo ni fueron instruidas en el camino del evangelio. Esas son las personas, que cuando encuentran la fe en Dios, pueden entender mejor las palabras de san Pedro: Bien saben ustedes que de su estéril manera de vivir los ha rescatado Dios, no con bienes efímeros, como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo. Quienes viven lejos de Dios, entregados a sus pasiones y vicios son esclavos del mal. Dios los compra, como se hacía en el mercado de esclavos en la antigüe-dad, no con oro o plata, sino con la sangre de Cristo, para que sean suyos y sean libres. Demos, pues, gracias porque somos de Dios, porque somos libres para hacer el bien, porque vivimos en esperanza y santidad. La resurrección de Cristo abre un horizonte de salud, reconciliación, alegría y esperanza que celebramos con agradecimiento y compartimos en la comunión de la Iglesia de los apóstoles.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)