Una palabra amiga

¡Hosanna!

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 4 de abril, Domingo de Ramos.

La plegaria eucarística es la oración principal de la misa. La pronuncia solo el celebrante principal. En medio de esa oración tiene lugar la consagración del pan y del vino, que se convierten así en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Al concluir la parte introductoria de la plegaria eucarística, unimos nuestra voz a la del celebrante y aclamamos a Cristo que va a llegar en la eucaristía. Utilizamos las mismas palabras que utilizaron los que lo acogieron en Jerusalén durante su ingreso mesiánico: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo! Hoy no hemos podido tener la bendición de ramos y palmas, ni la procesión para aclamar al Señor, como es costumbre el Domingo de Ramos. Pero en el curso de la celebración de esta misa lo vamos a acoger y recibir con las mismas palabras que acompañaron su ingreso en Jerusalén: “Santo, santo, santo es el Señor Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. ¡Hosanna en el cielo! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!” A diario hacemos este recibimiento, no solo el Domingo de Ramos. Cada vez que celebramos la santa misa, al concluir la primera parte o prefacio de la plegaria eucarística alzamos nuestra voz, y todos juntos, celebrante y asamblea, aclamamos y recibimos a Cristo, que viene a nosotros cuando la hostia pura y el vino bueno se transforman en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Y Cristo viene en la Santa Misa para que nosotros, comiéndolo, al menos una vez al año como manda la Iglesia, nos hagamos un solo cuerpo con él y unidos a él nos convirtamos nosotros mismos Cuerpo del Señor, nos hagamos hermanos en Él y de los demás creyentes.

En la misa no agitamos palmas, sino que despertamos el deseo y el afecto para re-conocer a Cristo como nuestro Rey y Señor. No caminamos alrededor del parque con cánticos de alabanza, sino que lo acogemos en nuestra vida para que Él camine con nosotros y nos abra sendas de vida y esperanza. Cristo viene en la eucaristía, cuando el sacerdote hablándole al Padre, hace memoria de la última cena de Jesús. Esa parte central de la plegaria eucarística, cuando el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre, no es un relato que el sacerdote cuenta a la asamblea. Es una oración que el sacerdote eleva a Dios, contándole lo que Jesús hizo en la última cena. Y ¿por qué el sacerdote tiene que hacer memoria ante Dios de algo que el Padre Dios sabe de sobra? Porque el corazón agradecido no se cansa de repetir y agradecer cómo fue que le llegaron los dones que le dieron vida. Porque lo que Jesús dijo en aquella ocasión de su última cena, al partir el pan y distribuir la copa de vino, fue un anticipo, un adelanto de lo que le iba a pasar y él iba a asumir al día siguiente en el Calvario. “Tomen y coman todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por ustedes”. “Tomen y beban todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados. Hagan esto en conmemoración mía”. Cristo viene a nosotros por medio de las palabras que él pronunció evocando su muerte en la cruz.

Cristo viene a nosotros cuando, en la oración, el sacerdote hace memoria de su entrega en la cruz para sellar la alianza del perdón. Igual que cuando entró en Jerusalén. Porque en esa ocasión, tras las aclamaciones de júbilo y bienvenida, vino la pasión, la muerte, la sepultura y la resurrección.

La liturgia de hoy se debía iniciar con la bendición de palmas y ramos para aclamar a Jesús y luego debíamos entrar en la iglesia para escuchar la palabra de Dios que nos hablaría de su entrega, de su sacrificio, de su obediencia hasta la muerte, de su sepultura en la esperanza. Hoy hemos escuchado esas lecturas, y la procesión de palmas se ha reducido a una breve antífona que hace memoria del recibimiento en Jerusalén, cuando las puertas se abrieron de par en par para que entrara el rey de la gloria. Pero eso lo vamos a realizar ahora de modo sacramental y no solo simbólico cuando digamos “santo, santo, santo. Bendito el que viene en nombre del Señor. ¡Hosanna en el cielo!” y luego recibamos al Señor eucaristía por medio de las palabras que evocan su entrega por nosotros.

Terminamos esta cuaresma e iniciamos esta semana santa en circunstancias especiales. Celebramos liturgias sin pueblo, cancelamos procesiones de imágenes que nos ayudan a visualizar los misterios que celebramos, nos mantenemos en casa y muchos, de modo virtual, asisten a las celebraciones en la iglesia o ven películas de procesiones de otros años. Este es un sacrificio personal a favor del bien común; es un ayuno de participación que debemos ofrecer al Señor como ofrenda de amor. Manteniéndonos en casa se reduce la probabilidad de contagio, pues durante quince días antes de que aparezcan la fiebre y la tos, las personas contagiadas han tenido la capacidad de contagiar a muchas más, sin que nadie lo sepa, sin que nadie se dé cuenta. Este es un bicho insidioso que ataca con alevosía.

Pero estas circunstancias de cierre laboral, de reclusión en casa, tiene unas consecuencias económicas de desastre. Los que trabajan hoy para ganar la tortilla y el frijol que van a comer mañana se ven paralizados y abrumados por la incertidumbre y la frustración que quizá consideren un mal mayor que el de contraer el virus y morir. Muchas empresas y negocios grandes y pequeños cierran y dejan de producir y de generar el beneficio que hace posible el pago a los trabajadores. Muchos asalariados ven así amenazados sus pues-tos de trabajo. Este es tiempo de solidaridad. De ayudar a quienes están en situación más precaria. Todos conocemos a personas en tal situación. Ayudemos con comida. O quizá también podemos apoyar con dinero a quienes pueden organizar un elemental sistema de compra y distribución de insumos básicos para los más necesitados.

Unámonos a Cristo que entra en Jerusalén para sufrir su pasión. Sufren los enfermos que padecen el mal, los médicos y personal sanitario que los atiende y se sienten abrumados por la magnitud de lo que se nos viene encima. Sufren los gobernantes que deben imponer medidas que previenen un mal y crean otro. Pidamos al Señor que nos purifique para que vivamos estos días como una participación en su pasión para poder resucitar con él, cuando así lo disponga. Que Cristo nos ayude a mantener la esperanza.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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