Sin categoría

La salvación y nuestra plenitud

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 5 de julio.

Acabamos de proclamar el pasaje evangélico que transmite una triple declaración de Jesús. La primera es una acción de gracias al Padre por la sabiduría con la que dispone cómo y a quienes alcanza la salvación. La segunda es una sentencia en la que Cristo revela su especial relación con Dios Padre en cuanto Hijo y cómo él es único medio para llegar a Dios. Y la tercera es una invitación que Jesús hace a quienes viven agobiados en la búsqueda de la salvación para que la encuentren gratuitamente en él. Vamos a meditarlas.

La acción de gracias inicial dice así: ¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien. Escuchamos aquí las pa-labras con las que Jesús oraba al Padre Dios. Muchas veces el evangelio nos dice que Jesús oraba, pero no escuchamos su oración. En este pasaje sí. Es una acción de gracias por el modo como su Padre, Dios, ha dispuesto la revelación de su designio de salvación. Jesús no dice claramente cuáles serían las cosas que el Padre ha escondido a los sabios y entendidos y ha revelado a los sencillos. Pero a partir de los pasajes que anteceden a este, uno puede fácilmente deducir que se trata del designio salvador, del evangelio predicado por Cristo, de la fe necesaria para la salvación. Los sabios y entendidos para quienes ese designio de salvación permanece escondido son todos aquellos que pretenden conquistar ellos mismos su salvación por su mucho conocimiento de la Escritura (y pensamos en los letrados fariseos contemporáneos de Jesús); o son también aquellos que a lo largo de los tiempos confían más en las deducciones de sus pensamientos y el método de sus razonamientos que en el anuncio recibido de la Iglesia (y pensamos en todos los filósofos y científicos de todos los tiempos que miden la realidad de acuerdo con el alcance de su razón y así ignoran toda la realidad que les supera). Los sabios y entendidos son todos aquellos que a lo largo de los siglos hacen de sí mismos la medida de la verdad, sin reconocer que la Verdad es más grande y sublime. Quienes hacen de sí mismos la medida de la verdad se excluyen, por método, de la Verdad que es Dios mismo y que se les revela y se les entrega en la gente sencilla predicación del evangelio. Por el contrario, con la expresión la gente sencilla Jesús designa a todos aquellos que reciben la verdad del Evangelio como una gracia, acogen con fe a Jesús como un don, se doblegan con agradecimiento al designio salvador de Dios revelado en Cristo. Quiera Dios que nos encontremos entre ellos.

Luego viene una sentencia de revelación: El Padre ha puesto todas las cosas en mis manos. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Muchos estudiosos piensan que estas palabras son más propias de Jesús resucitado que de Jesús mortal. Cuando Jesús resucitado se aparece a los apóstoles al final de este evangelio dice algo muy parecido: Dios me ha dado autoridad plena sobre cielo y tierra (Mt 28,18). Pero resucitado o mortal, es el mismo

Jesús, y estas palabras manifiestan que la mutua relación tan singular entre Jesús el Hijo y Dios su Padre establece la condición divina del hombre Jesús. La palabra clave es el verbo conocer. Nos sorprende que no sea “amar”. Dios es amor, ama a su Hijo y su Hijo lo ama y por eso lo obedece. Pero Jesús destaca más bien una relación por “conocimiento”. ¿Por qué? Solo puedo intentar responder a partir de la experiencia humana. El conocimiento penetra más en la intimidad que el amor. Yo puedo amar a una persona a quien no conozco muy bien. Yo puedo recibir amor y todavía quejarme de que no me conocen. El conocimiento mutuo supone una comunión personal medular. El Padre y el Hijo se conocen mutuamente de manera singular y exclusiva, penetran en la intimidad el uno del otro. Se expresa así en lenguaje humano la singular cualidad de Jesús en su relación con Dios. Jesús en cuanto hombre se revela Hijo de Dios porque conoce el centro de su ser Padre. Por otra parte, Dios, se manifiesta como Padre del hombre Jesús porque lo reconoce desde el núcleo de su ser Hijo. Jesús, por eso, es el mediador que da a conocer quién es el Padre a quienes él lo quiere revelar, para que también entremos en el conocimiento, el trato y la comunión con Dios y participemos de su vida divina. Esa es la salvación y nuestra plenitud.

Por eso en la tercera declaración, Jesús nos invita a acercarnos a él. Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo los aliviaré. Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera. Los fatigados y agobiados por la carga podrían ser aquellos que como dice san Pablo de sí mismo se esforzaban inútilmente por alcanzar la salvación por el propio esfuerzo mediante la observancia puntillosa de la ley divina. O también podrían ser aquellos a los que se refiere el mismo Pablo en la segunda lectura de hoy: los que están sujetos al desorden egoísta del hombre, agobiados por el pecado, el vicio, la mala costumbre de los que no se pueden zafar por su propio esfuerzo y voluntad. Vengan a mí, les dice Jesús. Yo los aliviaré. Jesús nos alivia porque él asumió sobre sí mismo la pena debida a nuestros pecados habilitándonos así para recibir el perdón de Dios. El yugo de Jesús es suave y su carga es ligera no porque sus exigencias morales sean más leves, más laxas, más reducidas. Al contrario, son más graves, más exigentes, más amplias. Pero la carga de Jesús es suave y ligera, porque el cumplimiento de los mandamientos es ahora nuestra respuesta agradecida a la salvación que él nos ha otorgado antes. El cumplimiento de sus mandatos y exigencias nos resulta ligero porque va por delante la alegría del Espíritu, el gozo de la experiencia de su amor, la esperanza cierta de nuestra salvación. Cuando se ausenta de nosotros el Espíritu, se oscurece el amor y decae la esperanza, entonces los mandamientos de Jesús se nos hacen tan pesados como la ley del Antiguo Testamento para los judíos. Por eso, para cargar con ligereza el yugo de Jesús es perentorio tener su amor en el corazón, su fe en la mente y la esperanza en la mirada. Jesús se describe a sí mismo como manso y humilde de corazón, porque su fuerza es la debilidad de la cruz y su sabiduría la predicación del evangelio (cf. 1Cor 1, 21-25). Que él nos enseñe a responder a su invitación para aprender a ser como él y vivir así en paz y alegría.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)