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Una mirada de esperanza hacia el futuro

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 28 de febrero, Segundo domingo de Cuaresma.

La historia del sacrificio de Isaac que hemos escuchado hoy suscita en nosotros preguntas, rechazo, desasosiego. ¿Cómo pudo jamás Dios pedirle a Abraham o a cualquier otra persona que le ofreciera a su hijo en sacrificio? Si nos parecen abominables los sacrificios humanos que practicaban algunos pueblos, ¿cómo es que venimos a encontrarnos en la Biblia que es el mismo Dios el que planifica uno como una prueba de obediencia y lealtad?

Lamentablemente hay que decir que los sacrificios de seres humanos no fue práctica solo de los aztecas. La Biblia da amplio testimonio de que los pueblos que poblaron la tierra de Canaán antes de que llegaran los israelitas también lo hacían y esas costumbres fueron imitadas por algunos israelitas, quienes practicaron ese rito durante los siglos anteriores al exilio en Babilonia. Incluso reyes de Judá cayeron en la tentación de ofrecer a Dios a su hijo varón primogénito en un momento de especial aprieto y angustia (cf. 2Re 16,3; 21,6) y hasta había un lugar en Jerusalén donde algunos practicaban esa costumbre (2Re 23,10) a pesar de estar estrictamente prohibida. Antes como ahora la gente sigue practicando ritos contrarios a la recta religión, aunque las autoridades religiosas los prohíban. Así que no nos debe sorprender que a Abraham le cruzara por la mente la idea de que debía honrar a Dios ofreciéndole el hijo que le había dado, aunque eso le partiera el alma o pudo darse que Dios aprovechara la práctica para poner a prueba a Abraham.

La prueba consistía en ver si Abraham se aferraba a la seguridad humana que le daba Isaac vivo y a través de él tener descendencia o sacrificarlo para confiar solo en Dios, obedecerle y poner su futuro una vez más en las promesas divinas. Al sacrificar a Isaac por obediencia a Dios, Abraham de hecho renunciaba a la alegría y seguridad de su futura descendencia en aras de obedecer los mandatos de Dios. Abraham dejaba en manos de Dios el cumplimiento de la promesa que le había hecho. Como comenta la carta a los hebreos, por la fe Abraham, sometido a prueba, estuvo dispuesto a sacrificar a Isaac; y el que había recibido las promesas inmolaba al que era su hijo único. Pensaba Abraham que Dios es capaz de resucitar a los muertos. Por eso el recobrar a su hijo fue para él como un símbolo (Hb 11,17.19) de la resurrección.

En este tiempo cuaresmal, Abraham nos enseña a confiar en las promesas de Dios más que en las seguridades tangibles. Nosotros, los que vivimos por la fe, tenemos la mirada puesta en la futura resurrección como plenitud de nuestra vida. Así nos lo ha prometido Dios por medio de la resurrección de Cristo y de nuestra fe en él. En función de esa esperanza sacrificamos muchas seguridades tangibles y pasamos por muchas tribulaciones y dificultades presentes. Pero tenemos puesta la confianza en la promesa del Señor. A esa esperanza contribuye el relato de la transfiguración del Señor que hemos escuchado también hoy.

Cuando Dios interrumpió el rito que Abraham iba a cumplir y el ángel lo instruyó para que ofreciera un cordero en vez de sacrificar a Isaac, no solo probó la fe de Abraham, sino que dio una señal de que rechazaba los sacrificios humanos. Si pervivía la idea de que el primer hijo, como los primeros frutos de las cosechas, pertenecen a Dios, entonces Dios disponía que en vez de sacrificar al hijo se sacrificara un cordero. Todavía en tiempos de Jesús, José y María llevaron a Jesús al Templo y ofrecieron por él un sacrificio en rescate.

Pero en el caso de Jesús, Dios tenía otros planes. Jesús, el hijo primogénito varón de María y el Hijo unigénito de Dios moriría en la cruz. Esa muerte en la cruz no fue un rito religioso, no fue un sacrificio humano como tal. En su forma visible fue una ejecución de la pena capital sancionada cobarde e injustamente por la autoridad del país. Pero Jesús asumió esa muerte como un derramamiento de sangre que establecería la nueva alianza para el perdón de los pecados; Dios aceptó la muerte de Cristo como un sacrificio de obediencia martirial. Nosotros recordamos y celebramos esa muerte como el fundamento de nuestra salvación. Si Dios no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a estar dispuesto a dárnoslo todo, junto con su Hijo? Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará en contra nuestra? Hoy también, el sacrificio de Cristo para nuestra salvación es fundamento de nuestra esperanza, de que unidos a él también nosotros alcanzaremos con él la gloria de la resurrección.

Ese parece ser el propósito del relato de la transfiguración de Jesús el segundo domingo de cuaresma. Todos los años, en esta fecha, se nos propone la lectura de ese episodio. Parece que el propósito de esta lectura es poner ante nuestros ojos la meta a la que tendemos y aspiramos. Si en el primer domingo de cuaresma, el relato de las tentaciones nos da la certeza de que Satanás ha sido vencido por Jesús; en el segundo domingo de cuaresma el relato de la transfiguración nos motiva a hacer el camino de la conversión y crecimiento espiritual para poder compartir con Cristo el esplendor de su gloria.

No deja de resultar extraño que Jesús resucitado nunca se aparezca radiante de luz y de gloria. En sus apariciones, después de su resurrección, Jesús toma la forma de un desconocido o lleva todavía las cicatrices de su muerte en la cruz o se deja confundir con el jardinero del cementerio. Pero en este relato, que tiene lugar antes de morir en la cruz, Jesús se deja ver en la majestad de su gloria, que tendrá después de su resurrección. Es como si se le hubiera cumplido anticipadamente a Jesús la oración que pronunció en la última cena: ahora, pues, Padre, glorifícame con aquella gloria que ya compartía contigo antes de que el mundo existiera (Jn 17,5). O como si Jesús, al manifestar su gloria, nos ayudara a poner nuestra esperanza en que ese es el futuro que él prepara para nosotros según aquella otra oración: Padre, yo deseo que todos los que me has dado puedan estar conmigo donde esté yo, para que contemplen la gloria que me has dado, porque tú me amaste antes de la creación del mundo. Si la meta de la cuaresma se celebrar la resurrección de Jesús, que la meta de nuestra vida sea compartir su gloria y su esplendor.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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