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Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí

El arzobispo agustino recoleto de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala), Mons. Mario Alberto Molina, reflexiona sobre la Palabra de Dios de este domingo 21 de marzo, Quinto domingo de Cuaresma.

Una de las escenas más desgarradoras del relato de la pasión es la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní. Según los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas, Jesús implora al Padre Dios, que, si es posible, su pasión y muerte inminente no sucedan; sin embargo, Jesús acoge y acata la voluntad del Padre: Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú (Mc 14,36). Los evangelios nos dicen que en diversas ocasiones Jesús anunció que terminaría su vida rechazado y condenado a muerte como desenlace de su misión. Aunque él era Hijo de Dios, esa condición no lo eximía del temor humano al sufrimiento, al dolor, a la tortura a la que sería sometido. El pasaje de la Carta a los hebreos que ha sido nuestra segunda lectura de hoy nos asegura que, durante su vida mortal, y no solo en aquella ocasión de Getsemaní, Cristo ofreció oraciones y súplicas, con fuertes voces y lágrimas, a aquel que podía librarlo de la muerte. Por lo tanto, no debe extrañarnos, que el evangelista san Juan, en el pasaje que hemos escuchado, relate una escena que evoca la de Getsemaní, pero que el evangelista ubica después del ingreso mesiánico de Jesús en Jerusalén.

Dice que, en aquella ocasión, entre los que habían llegado a Jerusalén para adorar a Dios en la fiesta de Pascua, había algunos griegos, los cuales se acercaron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le pidieron: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Estos griegos son prosélitos, es decir, extranjeros que habían conocido la religión judía y se sentían atraídos hacia el Dios que los judíos adoraban, a sus exigencias morales, a las promesas de salvación que había hecho. Estos griegos han llegado a Jerusalén para la gran fiesta de la pascua, supieron que Jesús estaba allí y, a través del discípulo Felipe, buscaron conocerlo. Posiblemente estos griegos habían sido testigos del ingreso mesiánico de Jesús en la ciudad santa y se inclinaron a pensar que Jesús sería realmente el Mesías prometido por Dios como salvador. Quisieron verlo, no con la curiosidad de quien conoce al deportista famoso o al cantante de éxito, sino que quisieron verlo movidos por la fe de quien espera recibir la salvación prometida y deseada.

Cuando Jesús se entera de que unos griegos lo buscan, pronuncia unas palabras que nos resultan sorprendentes: Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado. La hora de Jesús es la hora de su muerte; si Jesús la llama la hora de su glorificación es porque él la ve como el paso hacia la gloria del Padre, sin que por eso disminuya el dolor, sufrimiento y pasión que la acompaña. Pero ¿qué tiene que ver el deseo de los griegos de ver a Jesús con la llegada de su hora de morir?, nos preguntamos. Pasa lo mismo aquí que en la escena de Caná, solo que al revés. Cuando María le dice a Jesús que se acabó el vino de la fiesta, Jesús le replicó: Mujer, no intervengas en mi vida; mi hora aún no ha llegado (Jn 2,4). María podría haber replicado, pero no lo hizo: “Hijo, ¿quién ha hablado de tu hora y de tu muerte? Yo solo te he dicho que se acabó el vino”. Pero es que Jesús entendió algo más en las palabras de su madre; entendió que en la petición de vino para la fiesta de bodas le estaban pidiendo el vino de la salvación que solo vendría con su muerte, cuya hora todavía no había llegado. Ahora que los griegos quieren ver a Jesús, él entiende que en esa petición se expresa el deseo de salvación, la que viene para todos a través de su muerte en la cruz. Por eso, la petición de los griegos es para Jesús la señal de que su hora, dispuesta por el Padre, ha llegado. Por eso también añade: yo les aseguro que si el grano de trigo, sembrado en tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto. Con la frase anuncia que morirá, será enterrado, pero que con su resurrección resurgirá para dar vida y salvación. E invita a sus seguidores a imitarlo, a seguir sus pasos. El que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna.

Pero la inminencia de la muerte lo aterra y lo hace reflexionar. Ahora que tengo miedo, ¿le voy a decir a mi Padre: “Padre, líbrame de esta hora”? Sabemos que en Getsemaní Jesús pidió precisamente eso: Aparta de mí este cáliz de amargura. Pero igualmente añadió: Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú (Mc 14,36). Jesús acató y se sometió a la voluntad del Padre. En la oración de Jesús tenemos un modelo para nuestra oración: pedir lo que necesitamos, pero dispuestos a acatar como voluntad de Dios el curso de los acontecimientos como finalmente se den. Anticipando ese acatamiento, ahora reflexiona y dice que él no debe pedirle al Padre verse libre de ese momento terrible para el que ha venido. Precisamente, para esta hora he venido. Padre, dale gloria a tu nombre. ¡Qué firmeza de voluntad! ¡Qué sentido de obediencia! ¡Qué confianza en Dios! ¡Qué confianza en la oración! El Padre glorificará su nombre en la muerte de Jesús, pues su muerte será paso a la exaltación. El evangelista san Juan recuerda la muerte de Jesús tan impactado por la resurrección posterior que ve el alzamiento de Jesús en la cruz como su exaltación al cielo, cuando atraerá a todos a sí por la fe, para llevarlos a la salvación: Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.

Por eso también, el autor de la Carta a los hebreos, después de decir que Jesús ofreció oraciones con gritos y lágrimas, añade que Jesús fue escuchado por su piedad. Por supuesto, Jesús fue escuchado no en el sentido de que se libró de morir, sino que Dios lo libró de quedar atrapado en la muerte. Lo resucitó. A pesar de que era Hijo, aprendió a obedecer padeciendo, y llegado a su perfección, se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen. Es causa de salvación para aquellos griegos que lo buscaron en Jerusalén y para cada uno de nosotros que en la muerte y resurrección del Señor hemos encontrado la salvación deseada y anhelada.

Jesús murió para el perdón de los pecados. Dios, por medio del profeta Jeremías, prometió que establecería una nueva alianza para el perdón de las culpas y la remisión de los pecados. Por eso, en la última cena, al bendecir la copa con el vino, Jesús, anticipando también su muerte desde su misión de redentor, declaró que esa era la copa de la nueva alianza en su sangre para el perdón de los pecados. Demos gracias a Cristo que nos amó de modo tan grande, que su muerte se transformó en causa de perdón para nosotros.

Mons. Mario Alberto Molina OAR
Obispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán (Guatemala)

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