Una palabra amiga

Cristo ha resucitado. ¡Resucitemos con Él!

Mons. Mario Molina, OAR explica el acontecimiento de la resurrección de Jesús.

La resurrección de Jesucristo es el acontecimiento del que surge el cristianismo. La resurrección de Jesucristo es la obra de Dios que establece un nuevo inicio y abre un nuevo horizonte de realidad. Pero ¿en qué consiste la resurrección de Cristo? Consiste en que Jesús, después de haber muerto realmente en la cruz y de haber sido sepultado, comenzó a vivir en cuanto hombre de un modo nuevo, desconocido hasta entonces. Su humanidad quedó transformada por la gloria de Dios. La resurrección de Cristo no significa que su cuerpo recuperó de nuevo la vida y volvió a vivir unos años más sobre la tierra, como Lázaro, aquel hombre, hermano de Marta y María, a quien Jesús hizo volver a esta vida mortal después de tres días de haber muerto. La resurrección de Jesús tampoco significa que, una vez muerto y sepultado, él siguió vivo en el recuerdo de sus seguidores y así los inspiró a continuar difundiendo su enseñanza y con ese fin crearon la Iglesia como institución de soporte para su movimiento. La resurrección de Jesús no significa que sus discípulos, para reivindicar su memoria y expresar su grandeza, hicieron desaparecer el cadáver y comenzaron a decir que, así como Moisés y Elías habían sido arrebatados al cielo, así también Jesús había sido raptado al cielo, de lo cual solo ellos eran los testigos. Eso sería una patraña. Entonces, ¿cómo debemos entender la resurrección de Jesús?

En primer lugar, debemos recordar que, según la fe católica, Jesucristo es el Hijo de Dios en persona, que subsiste simultáneamente en su naturaleza divina y en su naturaleza humana. Decimos que Jesucristo es uno solo, el Hijo de Dios, que, desde su encarnación en el seno de María, es tan humano como cualquier otro hijo de Adán, menos en el pecado y tan divino como el Padre Dios. Jesucristo es uno solo, a la vez Dios y hombre verdaderos. Jesucristo, en cuanto Dios no puede morir. En cuanto hombre estuvo sujeto a la muerte. Pero como es uno solo, la persona del Hijo de Dios padeció, experimentó, sufrió en su condición humana la muerte propia del hombre. El Hijo de Dios murió en la cruz en cuanto hombre, aunque en su condición divina no pudiera morir. A Jesús lo sepultaron inmediatamente después de su muerte el viernes santo en la tarde, antes del anochecer.

No tenemos ningún testimonio en la Escritura acerca de lo que le pasó al Hijo de Dios desde el momento en que rodaron la piedra sobre la boca de la cueva donde depositaron su cadáver hasta el momento en que las mujeres visitaron la tumba el domingo en la mañana. Los amigos y parientes de Jesús no visitaron su tumba el sábado, pues esa era una actividad prohibida a los judíos el sábado. Tuvieron que esperar hasta el domingo. En el Credo decimos que, después de muerto, Jesucristo “descendió a los infiernos”, es decir, que compartió con los que habían muerto antes que él el destino propio de todos los difuntos. La Primera carta de San Pedro habla de eso en un pasaje que ya supone la resurrección: En cuanto hombre, sufrió la muerte, pero fue devuelto a la vida por el Espíritu, el cual le impulsó a proclamar el mensaje a los espíritus encarcelados, es decir, a aquellos que no quisieron creer, cuando en los días de Noé, Dios los soportaba pacientemente (1Pe 3,18-20). Según nuestra fe, la humanidad de Jesús murió, su cuerpo exánime fue sepultado, pero la persona del Hijo junto con su naturaleza divina a la que permanecía unida su alma humana existió como los difuntos humanos después de la muerte, que es una dimensión sobre la que solo podemos especular. Esa participación del Hijo de Dios en el ámbito de los difuntos significó para ellos su redención. Cristo anunció la resurrección a los difuntos que esperaban la redención.

El primer día de la semana, el domingo, las mujeres fueron al sepulcro, encontraron quitada la piedra que cubría la boca de la cueva donde habían depositado el cadáver, encontraron los lienzos en los que había sido envuelto el cadáver, pero el cuerpo no estaba. Tan lejos de su mente estaba la idea de una resurrección, que primero pensaron que alguien había robado el cuerpo, aunque extrañamente el ladrón habría dejado atrás la sábana en que había estado envuelto el cadáver. Parece que los lienzos que se conservan en Turín, Italia, y en Oviedo, España, son esos mismos lienzos que cubrieron el cuerpo de Jesús. Solo las apariciones del mismo Jesús condujeron a sus discípulos a la convicción de que no había sido un robo, sino que Jesús había comenzado a existir de un nuevo modo. Su cuerpo había desaparecido porque había sido transformado en un cuerpo glorioso. Desde que los deudos de Jesús sellaron la tumba el viernes santo en la noche hasta que volvieron allí el domingo en la mañana no tenemos ningún testimonio y no sabemos en qué momento durante ese lapso ocurrió la glorificación de su cuerpo. Las mujeres encontraron la tumba vacía el domingo en la mañana y las primeras apariciones tuvieron lugar a partir de entonces. Hoy hemos escuchado el relato de dos apariciones: una en la tarde del mismo día en que habían descubierto la tumba vacía y otra, ocho días después. Estas apariciones demostraban que Jesús estaba vivo y producían en los discípulos un cambio interior, por el que la tristeza se convertía en alegría, la duda en fe, el temor en valentía, el desfallecimiento en nuevo vigor.

El Hijo de Dios unido a su divinidad que nunca murió, volvió a vivificar el cuerpo de Cristo en el sepulcro y lo transformó en “cuerpo glorioso”. Uno de los enigmas de los lienzos que se conservan en Turín y Oviedo es que tienen plasmada la imagen del cadáver de un hombre que ha sufrido flagelación, coronación de espinas y crucifixión, lanzada en el pecho, pero no hay modo de explicar cómo se pudo plasmar la imagen en los lienzos. No hay técnica humana conocida para explicar el modo como se imprimió. A mí personalmente ese testimonio es como el de la tumba vacía que encontraron las mujeres. Es un testimonio que apunta hacia la fe cristiana en la resurrección. Con su resurrección Cristo inauguró un modo humano de existir más allá de la muerte desde la gloria de Dios. Cristo en realidad primero se salvó a sí mismo de la muerte. Pero al darnos su Espíritu Santo, nos capacitó para que también nosotros, en su día, podamos compartir también en nuestra humanidad la gloria de su resurrección. Por eso la resurrección de Cristo como victoria sobre su muerte es también nuestra salvación de la muerte, pues Jesucristo la comparte con nosotros. Un nuevo horizonte de misericordia y esperanza se abre así para la humanidad.

Mons. Mario Molina, OAR