Una palabra amiga

Los santos de la Iglesia

Durante el mes de noviembre la Iglesia celebra la solemnidad de Todos los Santos o bienaventurados que están en el cielo gozando de Dios; hermanos nuestros que ya han conseguido llegar a la meta. Hemos encomendado también a nuestros fieles, familiares y religiosos, que han muerto y esperan de nosotros que nos acordemos de ellos en nuestras oraciones y plegarias.

La Iglesia Católica llama “santos” a aquellos que se han dedicado a tratar de que su propia vida le sea lo más agradable posible a Nuestro Señor. Los santos son personas que se santificaron a través de una vida corriente, es decir, haciendo las labores que les correspondía y en el oficio y estado de vida que cada uno tenía. Son los santos de la puerta de al lado, como le gusta decir al Papa Francisco. La Iglesia, nuestra Madre, nos invita a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras y vencieron. Muchos santos de toda edad y condición han sido reconocidos como tales por la Iglesia, canonizados, y cada año los recordamos en algún día preciso y los tomamos como intercesores en tantas ayudas como necesitamos.

Sin embargo, el primero de noviembre festejamos, y pedimos su ayuda, a esa multitud incontable que alcanzó el cielo después de pasar por este mundo sembrando amor y alegría, sin apenas darse cuenta de ello. Recordamos a aquellos que, mientras estuvieron entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo similar al nuestro: empleados, campesinos, comerciantes, secretarias, lavanderas, profesores, religiosos, sacerdotes que también tuvieron dificultades parecidas a las nuestras.

Todos hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas, a recomenzar siempre que sea preciso, porque “la santidad no depende del estado –soltero, casado, viudo, sacerdote-, sino de la personal correspondencia a la gracia, que a todos se nos concede. La Iglesia nos recuerda que el chacarero que toma cada mañana su herramienta de trabajo, el arado y la yunta, o la madre de familia dedicada a los quehaceres del hogar, o el que toma la pluma para escribir o redactar noticias para la radio, las redes sociales o la TV o el que tiene que trabajar con un camión volquete o un caterpilar, en el sitio que Dios les ha asignado, deben santificarse cumpliendo fielmente sus deberes. Y esas personas que se han santificado nos prestan una ayuda desde el cielo, y por eso nos acordamos de ellos con alegría y acudimos a su intercesión.

Así que es un buen día para recordar que efectivamente, desde el bautismo todos estamos llamados a ser santos, ojo que digo a ser santos, no digo a hacer milagros, pues eso es propio sólo de algunos a quienes Dios les concede esa gracia. La caridad es el distintivo de todos los que han sido santos. Si nos fijamos todos ellos han vivido según el programa de las bienaventuranzas. Muchos de ellos no tuvieron ocasión de hacer grandes hazañas, pero cumplieron lo mejor posible sus deberes diarios. Tuvieron errores y faltas de paciencia, de pereza, de soberbia, tal vez pecados graves. Pero se arrepintieron y se confesaron. Amaron mucho y tuvieron una vida con frutos, porque supieron sacrificarse por Cristo. Y ahora desde el cielo pueden prestarnos su ayuda porque interceden por nosotros. La Biblia afirma que al Cordero de Dios lo sigue una multitud incontable. Por tanto, la mayoría se ha salvado, porque Dios no habría creado una humanidad para permitir que la mayoría se condenase.

Tenemos un texto bíblico esclarecedor: “En el cielo no puede entrar nada manchado, ni quien obre maldad y mentira, sino sólo los escritos en el libro de la vida” (Apoc. 21, 27). El alma afeada por vicios y pecados no puede entrar en la eterna bienaventuranza. Para entrar allí es preciso estar limpio de toda culpa. El Purgatorio es el lugar donde el alma se purifica y se limpia antes de entrar en el cielo. La Iglesia a ese lugar de purificación le llama purgatorio, lugar de dolor y sufrimiento intensísimos. Pero también existe mucha alegría, porque saben que, en definitiva, han ganado la batalla y les espera, más o menos pronto, el encuentro con Dios. Nosotros aquí en la tierra podemos ayudar a las almas que están en ese estado de purificación.

¿Cómo podemos ayudar a las almas del purgatorio? Esto se llama la Comunión de los Santos, es decir, que los santos, los difuntos y nosotros todos estamos unidos. Así como los santos nos ayudan a nosotros, también nosotros con nuestras oraciones y sacrificios o sufragios ayudamos a nuestros difuntos (2 Mac 12,43). La Santa Misa, que tiene un valor infinito, es lo más importante que podemos ofrecer por las almas del purgatorio. Además, con nuestras oraciones y sacrificios podemos ayudar a nuestros padres o familiares si están en el purgatorio.

Dice el Evangelio que la medida que usemos con los otros, esa misma medida usarán con nosotros. Si tú ahora rezas por los difuntos, luego ellos también rezarán por ti. Los muertos nunca jamás espantan a nadie, pero sí obtienen favores a los que rezan por ellos. “Cada uno se presentará ante el tribunal de Dios para darle cuenta de lo que ha hecho, de lo bueno y de lo malo” (S. Biblia).

Ángel Herrán OAR