Una palabra amiga

María, madre de la Vida Consagrada

En la vida consagrada el seguimiento y la imitación de Jesucristo es la norma última, como propone el Evangelio. Es la norma última que las personas consagradas, vinculadas a institutos religiosos, deben vivir intensamente, encontrando en María el ejemplo y el ideal de la entrega total. En efecto, «María fue la que más de cerca siguió a Jesús en su vida íntima; fue la primera y más perfecta discípula de Cristo…».”[1].

La devoción mariana en la vida religiosa acompaña su desarrollo y fijación con el crecimiento de la comunidad eclesial. La devoción mariana es esencialmente cristológica y eclesiológica, ya que el Vaticano II situó la exposición sobre la Virgen María dentro del misterio de Cristo y de la Iglesia[2].

La vida de María se fue configurando lenta pero crecientemente con la vida del propio Jesucristo hasta convertirse en su discípula perfecta. Fue ella quien le acompañó en todos los misterios de su infancia y a quien el anciano Simeón predijo la comunidad de su Hijo: «Este niño está puesto para caída y resurrección de muchos en Israel…. Y a ti misma una espada te atravesará el alma» (Lc 2,34-35). Ella experimentó, sin duda, la oscuridad de la fe. No siempre comprendió las acciones de Jesús (cf. Lc 2,50), pero supo guardar y meditar en su corazón las palabras y las acciones de Jesús (Lc 2,19.51). De este modo, la fe de María precedió a la fe de la Iglesia y de los apóstoles. María, la madre, se convirtió, en cierto sentido, en la primera «discípula» de su Hijo, la primera a la que Él pareció decir: «Sígueme», antes incluso de dirigir esta llamada a los apóstoles o a cualquier otro» (RM 20)[3].

La «belleza» de la Virgen María procede de su concepción inmaculada, que refleja la belleza de su estrecha relación con la Santísima Trinidad, y especialmente de su unión con su Hijo, Jesucristo. La bienaventuranza de María, según San Agustín, se basa en la adhesión-seguimiento que se origina en el momento de la entrega incondicional del fiat voluntas tua (Cf. Lc 1,38)[4].

María es bendita por ser discípula de Jesucristo, más que por ser su madre. Debemos comprender que la maternidad de la Virgen María es la consecuencia inmediata de su adhesión-seguimiento que eligió como forma de vida. Ella es la Virgen que sabe escuchar, que acoge con fe la palabra de Dios, y que se convierte para toda la Iglesia en modelo de unión perfecta con su Hijo Jesús[5].

La relación que todo creyente mantiene con María Santísima, como consecuencia de su unión con Cristo, es aún más marcada en la vida de las personas consagradas […] En todos (los institutos de vida consagrada) existe la convicción de que la presencia de María tiene una importancia fundamental tanto para la vida espiritual de cada alma consagrada como para la coherencia, la unidad y el progreso de toda la comunidad…».[6].

La presencia materna de la Virgen María en la vida de las personas consagradas es, de hecho, más que la realización de prácticas devocionales, que son importantes porque traducen en palabras y gestos la veneración filial a María desde una perspectiva ‘cristocéntrica’. Así, Pablo VI afirma: «En la Virgen María, de hecho, todo es relativo a Cristo y depende de Él”[7]. Ante todo, es un ejemplo sublime de consagración perfecta en la consagración de Jesús, mediante una entrega total al Padre[8].

María fue llamada (elegida) por el Señor, cumpliéndose en ella el misterio de la Encarnación, siendo así signo para todas las personas consagradas de que la iniciativa es fruto del deseo y de la libertad de Dios que llama. Para la vida consagrada, el consentimiento dado por María y su apertura a la gracia (cf. Lc 1, 26-38) se convierte en modelo para todos los cristianos[9].

Según Federico Suárez, «no parece demasiado arriesgado admitir que la Anunciación, la vocación de María, es un prototipo, un modelo ejemplar del fenómeno de la vocación. Por una parte, la Virgen María es una criatura; por otra, es la más perfecta de las criaturas salidas de las manos de Dios…”[10].

Según la «nueva» maternidad concedida por Dios a María, a partir de su consentimiento y de la Encarnación del Verbo en su seno, toda persona consagrada encuentra «en la Virgen María una madre a título muy especial”[11]. Una relación basada en la contemplación del Crucificado (Jn 19, 25-27) que se convierte en un camino privilegiado de fidelidad a la vocación recibida.

Acogiendo de todo corazón la voluntad salvífica de Dios y sin la torpeza de ningún pecado, se consagró totalmente, como esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención (Idem 56). Imitando el ejemplo de María, habrás consagrado tu vida a Dios (ET 56)[12].

Los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia no son simples ejemplos edificantes en la vida de María y, sobre todo, en la vida de Jesucristo. Los consejos evangélicos, como hemos visto, constituyen las dimensiones más profundas del ser y actuar de Jesucristo. La esencia más genuina de la vida religiosa, es decir, su regla suprema, es el seguimiento y la imitación de Jesucristo. De este modo, puede decirse que la vida religiosa es también imitación de María en el seguimiento de Jesús, en cuanto consagración total a su Persona y a su obra redentora[13].

La Madre del Señor es un punto de referencia importante en esta empresa. Ella estuvo unida a Él de un modo único, no sólo en el plano biológico, sino también -y sobre todo- en el plano espiritual, religioso y existencial. Precisamente por eso, quien en su espíritu, en su espiritualidad y en su conducta práctica se acerca lo más posible a María, se encuentra también en estrecha relación con Cristo, que conduce nuestra vida al Dios uno y trino[14].

El sentido de ser y existir de la vida religiosa está fundamentalmente en ser consagración total al Padre, en el Hijo, por el Espíritu, al servicio del Reino de Dios, en el encuentro con los hermanos, en la Iglesia y para la Iglesia. Por eso las personas consagradas, por la totalidad y radicalidad de su consagración, encuentran en María la máxima realización de la entrega incondicional a Dios[15].

Para toda la Iglesia y, en consecuencia, para la vida religiosa, todo discurso de fe sobre la Virgen María tiene como fundamento, contenido y norma la misma Palabra de Dios. La madre del Señor se convierte en modelo de lo que debe ser todo religioso y en signo de esperanza en la realidad del Reino venidero.[16].

En la Santísima Virgen, la Iglesia ha alcanzado ya la perfección (LG 65). En la Santísima Virgen, la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y lo visualiza gozosamente como imagen purísima de lo que ella misma, entera e íntegra, anhela y espera ser (SC 103). Glorificada ya en el cielo en cuerpo y alma, es el retrato y el principio de la Iglesia que se completará en la vida futura. En la tierra guía con su luz al pueblo extranjero de Dios como signo de esperanza y consuelo hasta que se cumpla el día del Señor (LG 68)[17].

El Concilio Vaticano II insistió en el aspecto ejemplar, desarrollado en la historia de la devoción mariana en la vida eclesial y especialmente para las personas consagradas en la vida religiosa. La devoción mariana tiene una dimensión litúrgica y escatológica en la vida cristiana y en la vida consagrada, porque la Iglesia venera y contempla en la Santísima Virgen María el fruto más espléndido de la redención, como imagen purísima de lo que ella misma desea y espera ser[18].

La obra del Espíritu Santo ha estado siempre asociada a la Virgen María, Madre de Dios, Madre de todos los miembros del Pueblo de Dios. Por medio de Él concibió en su seno al Verbo de Dios, y es a Él a quien esperaba con los apóstoles, perseverando en la oración (cf. LG 52 y 59), después de la Ascensión del Señor. Por eso, desde el comienzo hasta el final del itinerario formativo, los religiosos encuentran la presencia de la Virgen María[19].

 Fray André Pereira OAR

 


[1] Domiciano FERNÁNDEZ. “Maria”. In RODRÍGUEZ, Angel Aparício; CASAS, Joan Canals (Orgs.). Dicionário teológico da vida consagrada, p. 622.

[2] Maurice JOURJON; Bernard MEUNIER. “Maria”. In LACOSTE, Jean Yves (Dir.). Dicionário crítico de teologia, p. 1098.

[3] Domiciano FERNÁNDEZ. “Maria”, p. 625.

[4] JUAN PABLO II. La Vida Consagrada. Exhortacion apostolica sobre la .vida consagrada y su mision en la Iglesia y en el mundo (25.03.1996). Bogotá, COL: Paulinas, 2002, n. 28, tradução nossa.

[5] Cf. PAULO VI. Marialis cultus. Exortação apostólica para a reta ordenação e desenvolvimento do culto à Bem-aventurada Virgem Maria (02.02.1974). Petrópolis: Vozes, 1974, nn. 16-17.

[6] VC, n. 28, tradução nossa.

[7] Cf. MC, n. 25.

[8] Cf. CATECISMO DA IGREJA CATÓLICA. 9a. ed. Petrópolis: Vozes; São Paulo: Loyola; Paulinas; Ave-Maria; Paulus, 1998, nn. 148-149.

[9] Cf. VC, n. 28.

[10] Federico SUÁREZ. A Virgem Nossa Senhora. São Paulo: Quadrante, 2003, p. 15.

[11] VC, n. 28, tradução nossa.

[12] Severino ALONSO. A vida consagrada. São Paulo: Ave Maria, 1991, p. 509.

[13] Cf. Ibid., p. 515.

[14] Hans Urs Von BALTHASAR et al. O culto a Maria hoje. 2a ed. São Paulo: Paulinas, 1983, p. 15.

[15] Cf. Severino ALONSO. A vida consagrada, p. 515-516.

[16] Bruno FORTE. Maria, a mulher ícone do mistério: ensaio de mariologia simbólico-narrativa. São Paulo: Paulinas, 1991, p. 41.

[17] Severino ALONSO. A vida consagrada, p. 517.

[18] Domiciano FERNÁNDEZ. “Maria”, p. 622.

[19] CONGREGAÇÃO PARA OS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA E AS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA. Orientações sobre a formação nos institutos religiosos. Petrópolis: Vozes, 1990, n. 20. (Col. Documentos Pontifícios 235).