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La Ascensión del Señor, según San Agustín

San Agustín, en su Sermón 261 , pide ascender el corazón con Jesús. Es ahí, en el corazón de cada uno, donde asciende Jesús y cada cristiano.

La resurrección del Señor es nuestra esperanza; su ascensión, nuestra glorificación. Hoy celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor. Si, pues, celebramos como es debido, fiel, devota, santa y piadosamente, la ascensión del Señor, ascendamos con él y tengamos nuestro corazón levantado. Ascendamos, pero no seamos presa del orgullo. Debemos tener levantado el corazón, pero hacia el Señor. Tener el corazón levantado, pero no hacia el Señor, se llama orgullo; tener el corazón levantado hacia el Señor se llama refugio, pues al que ha ascendido es a quien decimos: Señor, te has convertido en nuestro refugio. Resucitó, en efecto, para darnos la esperanza de que resucitará lo que muere, para que la muerte no nos deje sin esperanza y lleguemos a pensar que nuestra vida entera concluye con la muerte. Nos preocupaba el alma y él, al resucitar, nos dio seguridad incluso respecto al cuerpo. ¿Quién ascendió entonces? El que descendió. Descendió para sanarte, subió para elevarte. Si te levantas tú, vuelves a caer; si te levanta él, permaneces en pie. Por tanto, Levantar el corazón pero hacia el Señor, he aquí el refugio; levantar el corazón, pero no hacia el Señor: he aquí el orgullo. Digámosle, pues, en cuanto resucitado: Porque tú eres, Señor, mi esperanza; en cuanto ascendido: Has puesto muy alto tu refugio. ¿Cómo podemos ser orgullosos teniendo el corazón levantado hacia quien se hizo humilde por nosotros para que no continuásemos siendo orgullosos?

Cristo es Dios; lo es siempre. Nunca dejará de serlo, porque nunca comenzó a serlo. Si su gracia puede hacer que no tenga fin algo que tiene comienzo, ¿cómo va a tener fin él, que nunca tuvo comienzo? ¿Qué ha tenido comienzo y no tendrá fin? Nuestra inmortalidad tendrá comienzo, pero carecerá de fin. En efecto, no poseemos ya lo que, una vez que comencemos a poseerlo, nunca perderemos. Así, pues, Cristo es siempre Dios. Dios, ¿cómo? ¿Preguntas qué clase de divinidad? Es igual al Padre. No busques en la eternidad modos de ser, sino sólo la felicidad. Comprende, si puedes, cómo Cristo es Dios. Te lo voy a decir, no te defraudaré. ¿Preguntas en qué modo Cristo es Dios? Escúchame; mejor, escucha a mi lado; escuchemos y aprendamos juntos. No creáis que, porque yo hablo y vosotros me escucháis, yo no escucho con vosotros. Cuando oyes que Cristo es Dios, preguntas: «¿De qué modo Cristo es Dios?». Escucha conmigo; no digo que me escuches a mí, sino que escuches conmigo, pues en esta escuela todos somos condiscípulos; el cielo es la cátedra de nuestro maestro. Escucha, pues, de qué modo Cristo es Dios. En el principio existía la Palabra. ¿Dónde? Y la Palabra estaba junto a Dios. Pero palabras acostumbramos a oírlas a diario. No equipares a las que acostumbras a oír la Palabra era Dios, cuyo modo de ser busco. Pues he aquí que ya creo que es Dios, pero pregunto cómo es Dios. Buscad siempre su rostro. Que nadie desfallezca en la búsqueda, antes bien avance. Avanza en la búsqueda si es la piedad y no la vanidad la que busca. ¿Cómo busca la piedad?, ¿cómo busca la vanidad? La piedad busca creyendo, la vanidad disputando. En el caso de que quieras entrar en discusiones conmigo y decirme: «¿A qué Dios adoras? ¿Cómo es el Dios que adoras? Muéstrame lo que adoras», te responderé: «Aunque tengo qué mostrar, no tengo a quién».

En la festividad de la ascensión, tú me dices: «Muéstrame a tu Dios». Yo te respondo: «Vuelve los ojos por un momento a tu corazón». «Muéstrame -dices- a tu Dios». «Vuelve los ojos por un momento-repito- a tu corazón». Quita de él lo que veas en él que desagrada a Dios. Dios quiere venir a ti. Escucha al mismo Cristo, el Señor: Yo y el Padre vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él. He aquí lo que te promete Dios. Si te prometiera venir a tu casa, la limpiarías: Dios quiere venir a tu corazón, ¿y eres perezoso para limpiarle la casa? No le gusta habitar en compañía de la avaricia, mujer inmunda e insaciable, a cuyas órdenes servías tú que buscabas ver a Dios. ¿Qué hiciste de lo que Dios te ordenó? ¿Qué no hiciste de cuanto la avaricia te mandó? ¿Cuánto hiciste de lo que Dios te ordenó? Yo te muestro lo que hay en tu corazón, en el corazón de quien quiere ver a Dios. Había dicho antes: «Aunque tengo qué mostrar, no tengo a quién». De lo que te mandó Dios, ¿cuánto hiciste? De lo que te mandó la avaricia, ¿cuánto dejaste para más tarde? Te ordenó Dios vestir al desnudo, y te pusiste a temblar; te mandó la avaricia que despojases al vestido, y perdiste los estribos. Si hubieses hecho lo que Dios te mandó, ¿qué voy a decirte? ¿Que tendrías esto y aquello? Tendrías a Dios mismo. Si hubieras hecho lo que Dios te mandó, tendrías a Dios. Hiciste lo que te ordenó la avaricia: ¿qué tienes? Sé que has de decirme: «Tengo lo que sustraje». Tienes, pues, por haber quitado. -¿Tienes algo contigo, tú que te has perdido a ti mismo?-Sí, -dices. -¿Dónde, dónde? Dímelo, te lo suplico. -Ciertamente o en mi casa, o en la cartera, o en un arca; no quiero decir más. -Dondequiera que lo tengas, ahora no lo tienes contigo. Ciertamente piensas tenerlo ahora en el arca; quizá lo has perdido y vives en la ignorancia; quizá cuando vuelvas no encuentres lo que dejaste allí. Busco tu corazón; te pregunto por lo que tienes en él. Advierte que llenaste tu arca e hiciste añicos tu conciencia. Ve a un hombre lleno y aprende a estar lleno: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como plugo al Señor, así sucedió; sea bendito el nombre del Señor. Y había perdido todo. ¿De dónde, pues, sacaba estas piedras preciosas de alabanza al Señor?

Purifica, pues, tu corazón, en cuanto te sea posible; sea ésta tu tarea y tu trabajo. Ruégale, suplícale y humíllate para que limpie él su morada. No comprendes: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba en el principio junto a Dios. Todo fue hecho por ella y sin ella nada se hizo. Lo que fue hecho era vida en ella, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron. He aquí por qué no la acoges: La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron. ¿Qué son las tinieblas sino las obras malas? ¿Qué otra cosa son las tinieblas sino las malas apetencias, el orgullo, la avaricia, la ambición y la envidia? Todas estas cosas son tinieblas; por eso no la acoges. Pues la luz luce en las tinieblas; pero dame uno que la acoja.

Que su gracia nos purifique; que nos purifique con sus riquezas y consuelos. Hermanos míos, en la ascensión de Jesús, por él y en él os ruego que abundéis en obras buenas, en misericordia, bondad y benignidad. Perdonad rápidamente toda ofensa contra vosotros. Nadie guarde rencor contra nadie, no sea que cierre el paso de su oración hacia Dios. Todo esto porque mientras vivimos en este mundo, aunque hagamos progresos, aunque vivamos justamente, aquí no estamos sin pecado. Y no sólo son pecados los considerados graves, a saber, los adulterios, fornicaciones, sacrilegios, hurtos, rapiñas, falsos testimonios; no son éstos los únicos pecados. Mirar algo que no debías es pecado; escuchar con agrado algo que no debiste oír es pecado; pensar algo que no debías pensar es pecado.

¡Gran misericordia la de quien ascendió a lo alto e hizo cautiva la cautividad! ¿Qué significa hizo cautiva la cautividad? Dio muerte a la muerte. La cautividad fue hecha cautiva: la muerte recibió la muerte. Entonces, ¿qué? ¿Sólo esto hizo el que ascendió a lo alto e hizo cautiva la cautividad? ¿Nos abandonó? He aquí que estoy con vosotros hasta el fin del mundo. Fíjate, por tanto, en aquello: Repartió sus dones a los hombres. Abre el seno de la piedad y recibe el don de la felicidad.

San Agustín (Sermón 261, sobre la Ascensión del Señor)

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