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Nuestras celebraciones, entre los catecúmenos y fieles de Agustín

Triduo Pascual

De este modo, el Jueves Santo era el día en el cual los competentes, es decir quienes se preparaban para el bautismo, interrumpían el ayuno y podían ir a los baños o termas para disponerse a la liturgia bautismal de la Pascua (ep. 54, 9).

El Viernes Santo se celebraba “la pasión de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, cuya sangre purgó nuestros delitos” (s. 218, 1).

Vigilia Pascual: Vuestra madre, la Luz

El Sábado Santo todos ayunaban, fieles y competentes (s. 210, 1). Según iba cayendo la tarde, los fieles encendían sus lámparas para el solemne lucernarium, la vigilia pascual “madre de todas las santas vigilias, en la que todo el mundo está despierto” (s. 219).

En sus homilías de la noche de Pascua, Agustín aprovechaba el hecho de que la basílica estuviera toda ella iluminada con la luz dorada de las lámparas de aceite de los fieles, para meditar sobre la luz y la iluminación que Dios da a los corazones de los creyentes, invitándolos a salir de las tinieblas del pecado:

Dios, por tanto, que mandó que la luz brillase en medio de las tinieblas, hágala brillar en nuestros corazones para hacer interiormente algo semejante a lo que hemos hecho con las lámparas encendidas en esta casa de oración (s. 223, 1).

Al igual que se hace hoy, la celebración estaba marcada por las lecturas, en las cuales se hacía un repaso de la historia de la salvación y del poder liberador de Dios (s. 223A, 1).

Para san Agustín, la Vigilia Pascual era el momento de vivir de manera especial el mandato de Cristo de velar y orar para evitar caer en la tentación (Mt 26, 41). Los fieles habían sido ya iluminados por Cristo resucitado. De aquí, la invitación que hacía a continuar la lucha contras las potencias del mal y a vivir en la luz:

No dejéis lugar al diablo, que desea entrar por dondequiera que sea; al contrario, habite en vuestro interior quien, sufriendo por vosotros, lo arrojó fuera. Cuando él ejercía su imperio sobre vosotros, erais tinieblas; pero ahora sois luz en el Señor; caminad como hijos de la luz. Manteneos despiertos en la madre luz contra las tinieblas y sus rectores, y orad al Padre de las luces desde el seno de esa vuestra madre, la Luz (s. 222).

La vigilia pascual es el momento de levantarse de entre los muertos para ser iluminado por la luz de Cristo (Ef 5, 14) y mantenerse en vela contra el mal:

—Levántate, tú que duermes, y sal de entre los muertos, y te iluminará Cristo.

Esta voz nos despierta del sueño de este mundo, si es que la hemos escuchado y hemos resucitado de entre los muertos de los que se dijo: “Dejad que los muertos den sepultura a sus muertos”. Entretanto, celebremos esta solemnidad velando en la carne; pero, iluminándonos Cristo, mantengámonos en vela perpetua en el corazón (s. 223, 1)

Durante la Vigilia Pascual, había dos momentos particularmente importantes: la solemne redditio symboli (proclamación del credo por parte de los que se iban a bautizar), y la recepción de los sacramentos del bautismo, confirmación y eucaristía.

El Domingo de Pascua

Los sermones que conservamos del Domingo de Pascua, son un interesante testimonio, por una parte, de las catequesis de san Agustín en torno a la celebración eucarística, así como una rica fuente de información sobre la liturgia en los primeros tiempos de la Iglesia. Por otra parte, por su brevedad son un valioso testimonio de lo intensa que había sido la vigilia pascual y del acusado cansancio en la voz y en la persona de Agustín:

Disculpadme si no prolongo más este sermón, pues conocéis mi cansancio. Las oraciones de san Esteban me han conseguido que ayer pudiera hacer en ayunas y sin desfallecer tantas cosas y también que hoy pueda hablaros (s. 320). 

Refiriéndose a los días de la Pascua, Agustín pone un énfasis particular en que son días en que no solo se debe cantar el aleluya, sino también vivir como hombres nuevos que pueden cantar con la vida el aleluya. Y destaca igualmente que el mismo canto del aleluya hace ya pregustar, de alguna manera, los bienes eternos que nos aguardan a los creyentes fieles en Dios:

Cuando estos días escuchamos el Aleluya, ¡cómo se transforma nuestro espíritu! ¿No es como si gustáramos ya algo de aquella ciudad celestial? Si estos días nos producen tan gran alegría, ¿qué sucederá aquel en que se nos diga: “Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino”; cuando todos los santos se hallen reunidos; cuando se vean allí quienes no se conocían de antes, o se reconozcan los que ya se conocían; allí donde la compañía será tal que nunca se perderá un amigo ni se temerá un enemigo? Aquí estamos, pues, proclamando el Aleluya; es cosa buena y alegre, llena de gozo, de placer y de suavidad (s. 229B, 2).

La Semana in albis (Semana de Pascua)

Durante toda la octava de Pascua, en Hipona los recién bautizados o infantes acudían todos los días por la mañana y por la tarde a las catequesis de san Agustín. Vestían sus vestiduras blancas, y llevaban un velo blanco en la cabeza (s. 376A, 1) que se debían quitar al terminar la octava de Pascua, juntamente con las vestiduras blancas.

Y san Agustín aprovechaba la mañana y la tarde para tener catequesis con los infantes, con los que habían recibido el bautismo en la vigilia pascual, y con los demás fieles de Hipona.

De este modo, por la mañana se tenía la Liturgia Eucarística, en la que se leía el relato de la resurrección de Cristo según los diversos evangelistas, pues todos ellos nos ayudan a comprender mejor el misterio pascual de Cristo (s. 234, 1).

Por las tardes, a partir del domingo de Pascua, predicaba sobre diversos temas. Un año lo hizo sobre los siete días de la creación.

La semana de Pascua del año 407, del 14 al 21 de abril, pasaría a la posteridad de manera singular por sus predicaciones sobre la primera carta del apóstol san Juan, que posteriormente formarían una obra en sí misma, la In epistolam Ioannis ad Parthos tractatus. El mismo san Agustín nos explica la razón de la feliz elección de este texto:

He estado pensando qué texto de la Escritura considerar con vosotros durante esta semana en la medida en que Dios se digne concederlo; un texto a tono con la alegría de estas fechas y cuyo comentario pueda acabarse en estos siete u ocho días. Se me ha ocurrido la [primera] carta de San Juan. (…) La razón principal, sin embargo, es que en esta carta -tan dulce para quienes tienen sano el paladar del corazón, en el que se saborea el pan de Dios y tan célebre en la santa Iglesia de Dios- se encarece sobre todo el amor (ep. Io. tr. prol.).

Otros años, las homilías de san Agustín en la semana de Pascua nos proporcionan una serie de sublimes y profundas imágenes cristológicas. De este modo, Cristo es presentado como un maestro que ha hecho de la cruz su cátedra (s. 234, 2); como un comerciante que ha traído a la tierra de la muerte la novedad de la vida eterna (s. 233, 4); como un médico cuya sangre se convierte en la medicina de sus propios asesinos y cuyas heridas se convirtieron en el bálsamo para curar las heridas de la increencia que había en los corazones de los discípulos (s. 229E, 2). El árbol de la cruz de Cristo salva al ser humano para no ser arrastrado por la corriente del tiempo.

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